Ayer me ocurrió una experiencia, de las que te suponen un pequeño punto de inflexión de cara al día a día personal, y te cambian en cierta manera el modo de entender la vida.
Bien. Como domingo que se precie, era bien sabido por mí que me ofrecería poco más que una tarde aburrida. Es por ello que he decidido en mi ardua batalla para mantener la forma, hacer un poco de ejercicio; para ello he acudido al trastero y me he hecho con los servicios de un balón que pacía allí olvidado. El balón, de baloncesto, como no podía ser de otra manera, para mí que soy un “paquete” al fútbol.
Una tarde de llovizna y color gris muerte, para mayor deleite de los que pretendíamos hacer algo de deporte en mínimas condiciones. Factores que hacían de la cancha callejera una pista de patinaje en todo su esplendor. Hasta ahí todo relativamente normal.
Procedía a tirar tiros a la canasta, mientras me ajustaba una y otra vez el gorro de la sudadera con propósito de que no se me mojara la cabeza con la mencionada llovizna. Entre resbalón y resbalón de las suelas de caucho, que aquella tarde no conocían el término adherencia, tiraba y volvía a tirar a ese aro que colgaba oxidado y lucía una placa que dejaba claro que era propiedad municipal.
Pero en un tiro de estos, el balón cayó hacia un lateral de la cancha en la que había una verja de acero pintada recientemente -la cual también debía pertenecer al Ilustrísimo Ayuntamiento-. Detalles aparte, en un lucimiento del arte futbolístico que antes os he contado que no llevo en la sangre, le he dado una patada al balón y ha sobrepasado la verja para terminar despeñándose a la ría.
Yo, me he quedado atónito, con cara de imbécil para ser más exactos. Pasmado, me he apoyado sobre las barandillas que delimitaban el paseo con la caída, y así he seguido mirando cómo mi balón se adentraba suave y lentamente mar adentro. Observando me he quedado y pensando en qué lado positivo le podría sacar a dicha perdida, pero en mi mente sólo resonaba el “te pasa por idiota”.
Resignado, me he girado y después de preparar la mochila para marcharme cabizbajo de aquel sitio he oído algo que en esos momentos me sonaba a cuento surrealista. Efectivamente, el balón botaba hacia mí, como si hubiera adquirido vida propia. Estupefacto, he levantado la mirada y he podido comprobar que un joven pescador me estaba hablando a lo lejos.
Me he acercado hacia él y le he agradecido inmensamente el que me haya rescatado el balón al que ya había dado el Requiescat in pace. El joven tenía una cara desgastada por la vida que le había mal tratado, probablemente por el efecto que las drogas habían causado en él. Aun así, el chaval que no pasaría de los 35, hacía entrever que era un personaje risueño si le dabas pie a que lo fuera.
El sujeto al que yo debía un favor, me ha comentado que él suele pescar en la ría aunque la gente crea que está loco y que de poco o nada sirve. Y para que yo lo pudiese constatar, me ha enseñado las quisquillas que había capturado esa misma tarde. Sin olvidar, como no podía ser de otra manera, sus hazañas que le hacían meritorio de haber pescado unos ejemplares de lubina de unos 4 o 5 kilos.
En la corta pero ardua conversación, me ha mostrado el secreto de la pesca de balones, de la cual también se sentía orgulloso. Al mismo tiempo que calificaba a mi balón como “de puta madre”. Después, le he vuelto a agradecer su buena fe y le he dado la mano para terminar marchándome.
De vuelta a casa me he puesto a reflexionar. Y me he preguntado, ¿cómo gente que vive con lo justo, que viste harapiento para la opinión pública y que se conforma muchas veces con lo que pesca para comer, puede ser tan bondadosa y libre de cualquier materialismo viral, que nos rodea al resto de personas?
Y creo que he hallado la respuesta, o al menos una interpretación que me ha convencido. La cuestión es que el hombre de la caña, era feliz con lo que tenía y con que todos los días pudiera hacer un poquito de lo que le gustaba realmente; lo que le hacía feliz. En cambio, el resto, no nos conformamos y siempre queremos buscar eso que no tenemos, y tristemente lo canalizamos en objetos materiales que nos encierran en un bucle de carencia constante.
Y creo que he hallado la respuesta, o al menos una interpretación que me ha convencido. La cuestión es que el hombre de la caña, era feliz con lo que tenía y con que todos los días pudiera hacer un poquito de lo que le gustaba realmente; lo que le hacía feliz. En cambio, el resto, no nos conformamos y siempre queremos buscar eso que no tenemos, y tristemente lo canalizamos en objetos materiales que nos encierran en un bucle de carencia constante.
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